Curiosamente, la sensación más generalizada suele ser la de que los más jóvenes son los que lo han tenido más fácil, ya sea por no haber vivido severas circunstancias ambientales (guerra, postguerra, hambre), ya sea por el esfuerzo de la familia por evitar privaciones en todos los sentidos.
En épocas anteriores, donde la supervivencia era mucho más vigente y aparentemente, más difícil que en la actualidad (teniendo en cuenta las circunstancias ambientales de las que hablaba antes), no se producía una sobreprotección como respuesta a la necesidad, sino más bien todo lo contrario, es decir, el objetivo era conseguir enseñar autonomía y desarrollar capacidad de ser independiente como primer escalón que casi aseguraba un buen funcionamiento personal y socio-familiar.
Preocupaban demasiadas situaciones como para “entretenerse en tonterías” como así decían nuestros abuelos, que habían vivido en su experiencia personal momentos muy duros, sin suficiente ayuda ni medios para poder continuar su vida de la mejor forma.
Quizá ese motivo fue el que empezó a cambiar un estilo educativo hacia los hijos: de enseñarles a sobrevivir, se pasó a facilitar en lo posible los obstáculos que se encontraran, para acabar sobreprotegiendo de forma sistemática y generalizada en todos los sentidos, con lo cual, y sin quererlo, se ha llegado a producir una grave atrofia de la capacidad de reacción personal, del sentido común y de la humildad del futuro adulto.
Al no enfrentarnos a los conflictos de nuestro entorno por nosotros mismos, podemos sentir que se produce un bloqueo y posterior remisión de nuestra capacidad de reacción y adaptación, y es esa situación la que nos lleva a ser mucho más dependientes de lo que deberíamos, con el agravante incluido de que si no tenemos ayuda, la exigimos, puesto que siempre la hemos tenido sin necesidad de pedirla.
A partir de ahí, empiezan graves problemas de convivencia y de situaciones emocionales muy dolorosas, tanto para el sobreprotegido como para la persona que sobreprotege.
Los malos tratos y exigencias, conllevan trastornos de conducta y demandas agresivas de ayuda y reconocimiento del deber y la obligación de tener que resolver lo que pasa “aquí y ahora”.
La intransigencia y falta de tolerancia se dispara y empiezan a notarse fluctuaciones significativas de cambios bruscos del estado de ánimo, que en muchos casos, acaban en manifestaciones patológicas que requieren intervención profesional.
Si lo valoramos de forma global, vemos que esa protección excesiva, ha sido la causante directa de la frustración ante el problema a resolver, y que al no haber podido adquirir el conocimiento desde pequeños, nos impide continuar avanzando.
Como podemos ver, toda causa tiene su efecto.
En mi humilde opinión, el miedo que los padres desarrollan hacia la situación que vive el niño fuera de su entorno de seguridad, es una de las causas más importantes y definitivas de sobreprotección.
Transmiten entonces ese miedo y sus acciones son excesivamente prudentes, con lo cual, no son conscientes de las limitaciones que esa actitud tendrá en el futuro adulto.
Su creatividad e iniciativa no se desarrollará como debería, con lo cual, al sobreproteger, lo que conseguimos es frenar la evolución y el proceso de maduración general del niño.
Y lo más curioso y significativo es que por mucho que advirtamos de la necesidad de no sobreproteger, se produce el efecto inverso en una gran parte de los casos. El miedo a fracasar como padres o a sentirse más responsabilizados de lo que deben, no hacen otra cosa que reforzar más y más esa dependencia que obliga a vincularnos de modo excesivo con nuestros hijos.
Los resultados son extremadamente negativos, nefastos y con un pronóstico a medio y largo plazo desolador.
Poco a poco, estamos hundiendo más profundamente la seguridad del niño en un pozo del que difícilmente podrá salir, si es que acaba consiguiéndolo.
Nuestras propias vivencias y experiencias, influyen directamente en la necesidad de controlar todo lo que acaece a nuestros hijos, para intentar evitarles los errores que nosotros cometimos, pero no somos conscientes de que lo que generamos es peor en sí mismo que el error: el niño no se equivocará porque no luchará con nada, todo se le da hecho y comprobado, con lo que atascamos su capacidad de reacción, y el hecho de elegir y ser crítico con su medio y con sus posibilidades.
No aprenderá a luchar ni a levantarse, no sabrá esperar y ser paciente, no conocerá la tolerancia ni la empatía, y la razón de todo ello, es que no lo necesita porque no debe decidir. Otros deciden por él. A lo largo de los años y cuando ya sea adulto, descubrirá con desconcierto que el mundo exterior no era ni de cerca tal como lo imaginaba, y su reacción más probable será tirar la toalla y dejer que las situaciones marquen su vida y su devenir.
La sobreprotección es sin duda letal. Nos encierra en una burbuja idónea que nada tiene que ver con la realidad. El futuro será duro, difícil y probablemente desastroso en casi todos los sentidos.
El miedo, la dependencia, la intolerancia a la frustración, la falta de creatividad, y la falta de desarrollo adecuado de las capacidades individuales, pueden llevar al desequilibrio mental, y como secuela, tener muchos problemas psicológicos que torturarán al joven adulto, que por sí mismo, prácticamente nunca ha conseguido nada.
El fracaso es en este caso podría llegar a ser inevitable, y las dificultades a afrontar se convertirán en obstáculos prácticamente insalvables.
Desenvolverse por uno mismo, ser capaz de tener autocrítica, ser tolerante con los errores y aceptarlos, escuchar y aprender de los demás, ser humilde en nuestros propósitos, saber escucharse a uno mismo, potenciar nuestros propios deseos y no esperar a que las situaciones se produzcan por sí mismas, pueden ayudarnos a superar esa sobreprotección.
Como conclusión a lo expresado anteriormente, me gustaría hacer hincapié en los muchos estilos de educación infantil existentes, que no son ni mejores ni peores unos que otros.
El único problema realmente grave se produce cuando el nivel de permisividad educativo es excesivo, con lo cual, no hay reglas ni normas ni límites que puedan ayudar a que los niños se controlen.
A partir de ahí, se inicia el largo y lento calvario de las primeras negativas de los niños, hasta la agresividad que puede llegar a ser muy manifiesta en una adolescencia, cada vez más difícil, larga y desestructurada.
Deberíamos actuar de forma preventiva y eficaz, ante una de las posibles causas más importantes de desapego afectivo, egoísmo y falta de empatía, de una gran parte de nuestros adolescentes, que no sólo va a dificultar nuestra vida familiar, sino que va a acentuar la sensación de dolor y de rechazo por parte de nuestros propios hijos.
Busquemos una mejor forma de conseguir un equilibrio sano y adecuado que nos permita tan solo poder vivir (no sobrevivir) en paz y armonía con lo que tengamos.