Pensamos entonces que nada vale la pena, que todo ha terminado y que el tiempo puede ser eterno e insufrible. Percibimos las cosas de modo distinto y no podemos disfrutar ni satisfacernos por más que lo intentemos. Nada nos consuela y llegamos a desear el dejar de existir. Creemos que no vamos a superarlo y que ya nada tiene sentido.
Es entonces cuando deberíamos plantearnos una opción de reacción. Lamentarse no va a ayudarnos, como tampoco lo hará el aislarnos y encerrarnos en nuestra propia pena.
Reaccionemos y pronto. Cambiemos lo que solemos hacer de forma inmediata: no ir a los mismos lugares, abrirnos a nuevas posibilidades de ocio, conocer a gente nueva, cambiar nuestro estilo de vida en lo posible, arriesgarnos más en nuestras decisiones, y probar todo aquello que nos brinde oportunidades de satisfacer nuestra voluntad. Seamos permisivos con nosotros mismos sin menospreciar a los demás, no generalicemos lo que nos ha ocurrido, confiemos de nuevo en lo que somos capaces de hacer y sentir, y que no pueda abatirnos la derrota de un lazo afectivo terminado.
El tiempo es nuestro mejor aliado, pero sólo si sabemos apreciarlo en base a lo que sentimos, ya que puede pasar de ser algo efímero y puntual a un refuerzo duradero y sin igual.